Febrero 2006
Camino de Lo Orozco
Anécdota relatada por Cecilia Doggenweiler A.
1.-Prefacio
Como en aquella conocida y antigua leyenda “Las mil y una noches”, para mantener a Raúl siempre en contacto con la sana alegría de vivir acompañado ya sea de la sonrisa, de la risa, o quizás también de unas risotadas, estoy obligada a sacar del baúl de los recuerdos y narrar una anécdota optimista cada semana, ya que tanto él como yo estamos encadenados voluntariamente al positivismo.
2.-Narración
En aquellos meses de verano en que viajamos a Chile logramos disponer de un auto, andábamos orgullosos de tener esas alas, con las que podíamos movilizarnos a nuestras anchas.
La historia comienza una vez que veníamos de vuelta de Santiago, después de haber ido y vuelto unas cinco veces. Nos habían contado que un gran amigo, al que no veíamos hace como 20 años, se había comprado una parcela en el camino de Lo Orozco, cerca de la iglesia de Lo Vásquez, que está en la regia autopista que une a Santiago con Valparaíso. Cada viaje que hacíamos en auto a la capital nos preguntábamos dónde estará exactamente esa parcela de nuestro amigo.
Cuando indagamos en la iglesia de Lo Vásquez, el curita nos dijo, “ese señor que ustedes buscan, por el apellido, debe ser el que tiene unas cabañas en el camino de Lo Orozco, que sale desde aquí mismo y va a Viña, y ésas están ubicadas a unos 2 kilómetros más adelante de un pequeño puente, pasado este puente primero encontrarán un par de negocios que hay instalados a la orilla del camino. Pero para llegar a las cabañas hay que salirse del camino y entrar por un portón pasado esos negocios y no se cómo explicarles más exactamente, porque no hay ningún letrero señalizando”. Guiados por esa indicación, cada vez que pasábamos por ahí mirando, sucedía que, o íbamos apurados a Santiago, o veníamos a la costa muy tarde y cansados. Pero un buen día que regresábamos temprano a Quilpué, a eso de las 3 de la tarde, dijimos, ahora tenemos tiempo para pasar a saludar a Fuchslocher.
Raúl me dice, “disminuye la velocidad Cecilia, tenemos que ir mirando lo que nos dijo el curita, que podemos fácilmente pasarnos, ya que sorpresivamente puede aparecer el portón de la entrada”. Dicho y hecho, atravesamos el puentecito, apareció el portón del primero de los negocios y tuve que girar abruptamente a la derecha. Felizmente el portón estaba abierto y me encontré con un amplio patio, giré hacia la derecha para dejar el auto bajo la sombra de unos frondosos árboles, frené sin darme cuenta frente a frente a una mesa alrededor de la cual se sentaban seis hombres.
Las cosas se sucedían con tal rapidez que Raúl se olvidó que para ir descansado viajaba con el cinturón del pantalón desabrochado. Frente a la susodicha mesa yo le dije, “pregúntales a ellos mismos sobre las cabañas de Fuchslocher”. Notamos que los seis hombres tenían la vista fija en nosotros, que estábamos a escasos 3 metros de ellos. Raúl entreabre la puerta del auto, da un paso afuera y se le caen los pantalones hasta los tobillos, afortunadamente la puerta hacía el papel de un biombo. Raúl abre más la puerta como si corriéramos la cortina de un escenario y las miradas de las personas se dirigen hacia un grueso cinturón de suela, que daba la impresión de que Raúl portaba pistolas por lado y lado. Se trata de que el cinturón que él usa para la hernia inguinal es igual al cinturón usado en el Oeste para llevar los pistolones. Uno de los jugadores cubre de inmediato con sus manos los billetes que están al centro de la mesa y los demás ocultan cuidadosamente sus naipes. Raúl, con su voz que más bien suena como la un agente policial español, pregunta de un viaje sin siquiera saludar, “¿conocen a Fuchslocher?” No queriendo denunciarlo nadie dice nada, pero apuntando con el dedo le dicen que le pregunte a otras dos personas que atendían el negocito un poco más adentro. Los hombres guardan un silencio absoluto. Raúl cierra un poco la puerta del auto y se sube cuidadosamente los pantalones.
Mientras yo permanecí en el auto como cuidando al grupo mafioso que permanecía absolutamente inmóvil en torno a la mesa, Raúl se fue solo y le preguntó de lejos en voz alta con su acento no muy usual por esos lados a los que estaban en el mesón, si sabían dónde estaban las cabañas de Fuchslocher. Los seis jugadores clandestinos habían suspendido sus actividades convencidos seguramente de que tanto Raúl como yo pertenecíamos al Comando Policial Anti-Droga y Juegos Delictivos. Nadie se movía, solo escuchaban lo que hablaba Raúl en voz alta con los dueños del boliche. Una de estas dos personas que atendían el negocio, preguntándonos si íbamos para la costa, nos informó detalladamente a viva voz, que teníamos que seguir en el auto alrededor de un kilómetro más adelante y entrar por otro portón, que según las indicaciones que nos daba resultaba más recóndito aún que por el que habíamos entrado. El otro joven que estaba en el mesón nos aseguró que Fuchslocher no estaba precisamente ese día ahí en sus cabañas, que se había ido a Santiago a hacer trámites y nos agregó que de todas maneras podíamos ir, porque siempre había otra persona que lo reemplazaba.
Todo parecía indicar que éramos dos policías que buscábamos al dueño de las cabañas por algo de mucho apuro. En ese momento a uno de los tahúres, por algún detalle y
razonando con más calma, se le iluminó la ampolleta y descubrió que existía una segunda hipótesis, descartando que éramos policías. Era la suposición del más joven de los seis jugadores y que parecía cabecilla del grupo y entonces éste entrando en confianza se atrevió a hablar y dirigiéndose a Raúl, sonriendo y con una picardía reflejada en la cara y acompañado de una sonrisa de complicidad disimulada dibujada en la cara de los otros cinco, le dijo: “¡ahí no mas caballero, vaya en el auto a la laguna que está ahí a la vueltecita!”
Raúl entra al auto y me dice, “como los juegos del naipe apostando dinero están aquí muy prohibidos, ahora recién se les terminó el miedo a los jugadores. Mira como sacaron a relucir sus cartas, ya cacharon la onda de que no somos policías y que simplemente yo busco desesperadamente las cabañas para otra cosa...”
Aguantando el deseo de reírnos echamos a andar el auto, salimos al camino, seguimos viaje y por todo lo anecdótico del asunto, yo que ya no podía manejar riéndome, tuve que detener el auto a orillas del lago un largo rato para reírnos...
3.-Cierre
Posteriormente hicimos unos 20 viajes a Santiago y en los restantes, después de esta anécdota, cada vez que pasamos por este bienaventurado lugar nos miramos con Raúl y sin decirnos una palabra no aguantamos la risa y nos preguntamos, ¿Hasta cuándo el pasar por este lugar nos producirá el placer que da el encanto maravilloso de la risa? Fue tan solo una anécdota de unos 10 minutos que nos ha hecho reír una infinidad de veces, que sumadas cada vez que pasamos por ahí o recordamos esta anécdota son probablemente muchas horas de sana y saludable risa.
Nota:
Foto 1: 2006 Camino Lo Orozco.
Foto 2: 2007 Laguna camino Lo Orozco.
Camino de Lo Orozco
Anécdota relatada por Cecilia Doggenweiler A.
1.-Prefacio
Como en aquella conocida y antigua leyenda “Las mil y una noches”, para mantener a Raúl siempre en contacto con la sana alegría de vivir acompañado ya sea de la sonrisa, de la risa, o quizás también de unas risotadas, estoy obligada a sacar del baúl de los recuerdos y narrar una anécdota optimista cada semana, ya que tanto él como yo estamos encadenados voluntariamente al positivismo.
2.-Narración
En aquellos meses de verano en que viajamos a Chile logramos disponer de un auto, andábamos orgullosos de tener esas alas, con las que podíamos movilizarnos a nuestras anchas.
La historia comienza una vez que veníamos de vuelta de Santiago, después de haber ido y vuelto unas cinco veces. Nos habían contado que un gran amigo, al que no veíamos hace como 20 años, se había comprado una parcela en el camino de Lo Orozco, cerca de la iglesia de Lo Vásquez, que está en la regia autopista que une a Santiago con Valparaíso. Cada viaje que hacíamos en auto a la capital nos preguntábamos dónde estará exactamente esa parcela de nuestro amigo.
Cuando indagamos en la iglesia de Lo Vásquez, el curita nos dijo, “ese señor que ustedes buscan, por el apellido, debe ser el que tiene unas cabañas en el camino de Lo Orozco, que sale desde aquí mismo y va a Viña, y ésas están ubicadas a unos 2 kilómetros más adelante de un pequeño puente, pasado este puente primero encontrarán un par de negocios que hay instalados a la orilla del camino. Pero para llegar a las cabañas hay que salirse del camino y entrar por un portón pasado esos negocios y no se cómo explicarles más exactamente, porque no hay ningún letrero señalizando”. Guiados por esa indicación, cada vez que pasábamos por ahí mirando, sucedía que, o íbamos apurados a Santiago, o veníamos a la costa muy tarde y cansados. Pero un buen día que regresábamos temprano a Quilpué, a eso de las 3 de la tarde, dijimos, ahora tenemos tiempo para pasar a saludar a Fuchslocher.
Raúl me dice, “disminuye la velocidad Cecilia, tenemos que ir mirando lo que nos dijo el curita, que podemos fácilmente pasarnos, ya que sorpresivamente puede aparecer el portón de la entrada”. Dicho y hecho, atravesamos el puentecito, apareció el portón del primero de los negocios y tuve que girar abruptamente a la derecha. Felizmente el portón estaba abierto y me encontré con un amplio patio, giré hacia la derecha para dejar el auto bajo la sombra de unos frondosos árboles, frené sin darme cuenta frente a frente a una mesa alrededor de la cual se sentaban seis hombres.
Las cosas se sucedían con tal rapidez que Raúl se olvidó que para ir descansado viajaba con el cinturón del pantalón desabrochado. Frente a la susodicha mesa yo le dije, “pregúntales a ellos mismos sobre las cabañas de Fuchslocher”. Notamos que los seis hombres tenían la vista fija en nosotros, que estábamos a escasos 3 metros de ellos. Raúl entreabre la puerta del auto, da un paso afuera y se le caen los pantalones hasta los tobillos, afortunadamente la puerta hacía el papel de un biombo. Raúl abre más la puerta como si corriéramos la cortina de un escenario y las miradas de las personas se dirigen hacia un grueso cinturón de suela, que daba la impresión de que Raúl portaba pistolas por lado y lado. Se trata de que el cinturón que él usa para la hernia inguinal es igual al cinturón usado en el Oeste para llevar los pistolones. Uno de los jugadores cubre de inmediato con sus manos los billetes que están al centro de la mesa y los demás ocultan cuidadosamente sus naipes. Raúl, con su voz que más bien suena como la un agente policial español, pregunta de un viaje sin siquiera saludar, “¿conocen a Fuchslocher?” No queriendo denunciarlo nadie dice nada, pero apuntando con el dedo le dicen que le pregunte a otras dos personas que atendían el negocito un poco más adentro. Los hombres guardan un silencio absoluto. Raúl cierra un poco la puerta del auto y se sube cuidadosamente los pantalones.
Mientras yo permanecí en el auto como cuidando al grupo mafioso que permanecía absolutamente inmóvil en torno a la mesa, Raúl se fue solo y le preguntó de lejos en voz alta con su acento no muy usual por esos lados a los que estaban en el mesón, si sabían dónde estaban las cabañas de Fuchslocher. Los seis jugadores clandestinos habían suspendido sus actividades convencidos seguramente de que tanto Raúl como yo pertenecíamos al Comando Policial Anti-Droga y Juegos Delictivos. Nadie se movía, solo escuchaban lo que hablaba Raúl en voz alta con los dueños del boliche. Una de estas dos personas que atendían el negocio, preguntándonos si íbamos para la costa, nos informó detalladamente a viva voz, que teníamos que seguir en el auto alrededor de un kilómetro más adelante y entrar por otro portón, que según las indicaciones que nos daba resultaba más recóndito aún que por el que habíamos entrado. El otro joven que estaba en el mesón nos aseguró que Fuchslocher no estaba precisamente ese día ahí en sus cabañas, que se había ido a Santiago a hacer trámites y nos agregó que de todas maneras podíamos ir, porque siempre había otra persona que lo reemplazaba.
Todo parecía indicar que éramos dos policías que buscábamos al dueño de las cabañas por algo de mucho apuro. En ese momento a uno de los tahúres, por algún detalle y
razonando con más calma, se le iluminó la ampolleta y descubrió que existía una segunda hipótesis, descartando que éramos policías. Era la suposición del más joven de los seis jugadores y que parecía cabecilla del grupo y entonces éste entrando en confianza se atrevió a hablar y dirigiéndose a Raúl, sonriendo y con una picardía reflejada en la cara y acompañado de una sonrisa de complicidad disimulada dibujada en la cara de los otros cinco, le dijo: “¡ahí no mas caballero, vaya en el auto a la laguna que está ahí a la vueltecita!”
Raúl entra al auto y me dice, “como los juegos del naipe apostando dinero están aquí muy prohibidos, ahora recién se les terminó el miedo a los jugadores. Mira como sacaron a relucir sus cartas, ya cacharon la onda de que no somos policías y que simplemente yo busco desesperadamente las cabañas para otra cosa...”
Aguantando el deseo de reírnos echamos a andar el auto, salimos al camino, seguimos viaje y por todo lo anecdótico del asunto, yo que ya no podía manejar riéndome, tuve que detener el auto a orillas del lago un largo rato para reírnos...
3.-Cierre
Posteriormente hicimos unos 20 viajes a Santiago y en los restantes, después de esta anécdota, cada vez que pasamos por este bienaventurado lugar nos miramos con Raúl y sin decirnos una palabra no aguantamos la risa y nos preguntamos, ¿Hasta cuándo el pasar por este lugar nos producirá el placer que da el encanto maravilloso de la risa? Fue tan solo una anécdota de unos 10 minutos que nos ha hecho reír una infinidad de veces, que sumadas cada vez que pasamos por ahí o recordamos esta anécdota son probablemente muchas horas de sana y saludable risa.
Nota:
Foto 1: 2006 Camino Lo Orozco.
Foto 2: 2007 Laguna camino Lo Orozco.