domingo, 28 de diciembre de 2008

“La extraordinaria amistad desde hace 66 años con Hernán Muñoz Álvarez”


Diciembre 2008.

Voy a referirme en esta parte de mis memorias a la larga pasión ininterrumpida por los estudios que me ha acompañado durante toda la vida, además a la amistad, que en este momento lleva más de 66 años, con uno de mis grandes amigos Hernán Muñoz.

MIS ESTUDIOS

Como consecuencia del prematuro fallecimiento de mi padre, los estudios de las preparatorias los realicé en varios pueblos y ciudades diferentes: Los Laureles, Temuco, Santa Fe y Los Ángeles.

La primera preparatoria la realicé en el pueblo Los Laureles, o sea, en su única Escuela Pública. La segunda preparatoria la hice en la Escuela Estándar N° 5 de la ciudad de Temuco. La tercera preparatoria la cursé en la Escuela Primaria del pueblo de Santa Fe. En marzo del año 1939 ingresé a estudiar a la cuarta preparatoria del Liceo de Hombres de la ciudad de Los Ángeles. Después de estar viviendo dos años con mi madrina Teresa Douglas y su esposo Hipólito Díaz en Los Ángeles me debí trasladar a vivir de nuevo con mi madre a la ciudad de Temuco.

Desde la quinta preparatoria hasta el sexto año de humanidades los efectué en el Liceo de Hombres de Temuco, que actualmente lleva el nombre de Liceo Pablo Neruda. En el año 1940 ingresé pues a la quinta preparatoria del Liceo de Hombres de Temuco. Para hacerlo bastó que presentara el certificado de haber rendido satisfactoriamente la cuarta preparatoria en el Liceo de Hombres de la ciudad de Los Ángeles, en Chile. La sexta y último curso de las preparatorias lo cursé en este liceo todavía como alumno externo. En esos años después de la sexta preparatoria venían los estudios, de seis años, llamados de Humanidades. Entonces el primer año de humanidades lo inicié en 1942, cuando tenía 13 años, viviendo junto a mi madre en Temuco, es decir, fui un alumno externo del liceo. Muy diferente fue mi vida después de haber terminado el primer año de humanidades, ya que de alumno externo pasé a convertirme en alumno interno. A partir del término del primer año, o sea, el segundo año de humanidades, el tercero, cuarto, quinto y sexto quedé estudiando como alumno interno en este mismo liceo. Después de terminados exitosamente mis estudios secundarios recibí mi diploma de Licenciado en Humanidades.

Posteriormente rendí satisfactoriamente mi bachillerato con mención en matemáticas y con el puntaje obtenido entré a estudiar Pedagogía en Matemáticas y Física en la Universidad de Chile, en Santiago. Estudiante del Doctorado de Física Teórica, en la Universidad de La Plata, Argentina. Fui profesor en Temuco del Liceo de Hombres, del Instituto Superior de Comercio, del Colegio Providencia, del Instituto Claret, del Colegio La Salle y de la Universidad Técnica del Estado. Estoy por cumplir los 80 años y mi pasión por seguir estudiando no me ha abandonado.

MI AMIGO HERNÁN MUÑOZ ÁLVAREZ

Mi amigo Hernán describe en sus memorias muy bien a nuestro Liceo Pablo Neruda. Por esta razón les transcribo a continuación esta parte de sus memorias en lo que tiene relación además con nuestra ejemplar y larga amistad.

....................................................................................................................................

EL LICEO DE HOMBRES DE TEMUCO

En diciembre de ese mismo año, 1941, rendí una “prueba de madurez” en el Liceo de Hombres de Temuco, que me permitía matricularme en primer año de humanidades, sin necesidad de cursar el sexto año primario.

Eran tiempos difíciles, la Segunda Guerra Mundial se intensificaba con el ingreso de Estados Unidos al conflicto, este país acababa de sufrir el ataque a Pearl Harbor y los efectos de la crisis mundial del año 1929 se acrecentaban.....

En aquel tiempo empecé a practicar básquetbol, los sábados y domingos, en los que salíamos del internado para pasar los fines de semana en casa. Pronto me di cuenta que, a pesar de mi baja estatura, tenía condiciones para ese juego. Quitratúe, aún siendo una aldea, tenía cierta tradición en ese deporte. Los hermanos Alvarez García- como los hermanos Salvadores de Lanco- introdujeron esta afición en el pueblo, ellos, junto al “pato Rodríguez” llevaban muchos espectadores a la cancha de la Escuela. Pero, fue Alejandro González el mentor y conductor de esta verdadera fiebre por el básquetbol. Era un verdadero líder, con su metro noventa de estatura, lejos el más alto del pueblo, su sonrisa permanente, su trato afable, su capacidad de organización y su facha de galán de cine, le permitían un ascendiente determinante en el rendimiento del equipo. Siempre fuimos vencedores en los enfrentamientos con los equipos de los pueblos vecinos. Yo era rápido y escurridizo y tenía excelente puntería desde la esquina izquierda de la cancha, desde la cual disparaba al cesto con un saldo hacia atrás, lo que dificultaba el bloqueo de los defensas. Posteriormente otros jugadores de la Unión Deportiva de Quitratúe, así se llamaba nuestro club, como Occiel Scheider y Hugo Alvarez, llegaron a integrar el seleccionado nacional. El descubrimiento de esta nueva capacidad, me subieron la autoestima a niveles considerables, al punto de tomar ciertas posiciones de liderazgo, siendo nombrado, en tercer año de humanidades, presidente del curso.

Este Liceo tenía una tradición deportiva y académica importante. Aquí estudiaron parlamentarios emblemáticos de la región, poetas y escritores, nuestro orgullo era estudiar en el mismo liceo en que lo hizo Pablo Neruda.

Muchos de nuestros profesores fueron alumnos de este mismo establecimiento, lo que les daba un vínculo afectivo que se reflejaba en el compromiso con que asumían sus funciones. Recuerdo con especial afecto a mi primer profesor de castellano don Humberto Lizama, alto, esbelto, de ojos claros, de unos cincuenta años de edad, usaba lentes elegantes, abrigo de casimir, sombrero “Canadian.” Cuando se cruzaba con nosotros en la calle, nos saludaba, sacándose el sombrero, con un respeto inesperado. Ese solo gesto tenía la virtud de regalarnos una alegría que nos duraba todo el día y darnos una lección que nos duraría toda la vida. “Los creí qué… y los pensé qué… son causa de los perjudiques”, nos decía cuando esbozábamos una disculpa por no haber llevado una tarea.

El señor Larraguibel, “ Atila, Rey de los Unos” que en las interrogaciones orales, le gustaba jugar con nuestras expectativas. Al final del interrogatorio, la nota: “un seis, decía, y cuando íbamos regresando a nuestros asientos agregaba, “se lo reparten entre los tres”.

Don Gilberto Montero, todos nos referíamos a él como “Monterito” profesor de Ciencias Naturales, Botánico de prestigio internacional, cumplía con todas las características de los sabios descritos en los libros y las películas. Aprendimos de memoria muchas definiciones botánicas, que seguramente muchos recordamos hasta hoy, pero nadie supo que eran “hojas in paripinadas”, un “aquenio”, “papaveráceas”, umbelíferas”, “dehiscentes”, etc., etc., trabajaba todo el día con estos conceptos, cuya definición le parecía obvias y, por lo tanto, por obvias debían ser sabidas por estos mortales que tenían dificultades hasta para repetir la palabra “monocotiledónea”.

El señor Ibáñez, el “pato Ibáñez”, muy querido por los alumnos, con los que siempre tuvo una relación cercana. Su guía era el texto de Frías Valenzuela. Nos decía: “en quince días más, prueba con coeficiente dos, de la página ciento veintisiete a la ciento setenta y tres”. Se decía que el que sacaba un cinco en la primera prueba, tendría un cinco en las pruebas de todo el año.

Don Juan Fuentealba Oreño, profesor de inglés, dirigente radical de Temuco, alguna vez pre candidato a diputado. Hombre optimista y luchador, con un gran vozarrón y una verba fácil y convincente. Cuando estaba en sexto año me pasó un libro de Enrique Mac Iver, su influencia hizo que, durante dos meses, militara en la Juventud Radical.

Durante mi estadía, en el Liceo fueron rectores don Hermógenes Astudillo y don Waldo Retamal Melo, ambos oradores de fuste, que nos hacían vibrar con sus arengas, los lunes en la mañana, en el acto matinal.

Recuerdo con especial cariño y admiración a nuestro profesor de matemáticas y profesor jefe don Juan Hernández Guzmán, era militante del partido comunista, rebelde y antisistémico. Era el único que nos llevaba, por lo menos una vez al mes, al cerro Ñielol, en donde hacía las clases más prácticas y entretenidas, nos ponía una nota adicional por la forma de descender del cerro. Era el único también que las clases de cosmografía las hacía en las noches, cuando el cielo estaba limpio y estrellado. Allí aprendimos a distinguir las estrellas de primera magnitud, a distinguir las estrellas de los planetas, a observar las distintas constelaciones y vimos pasar los primeros satélites artificiales. Nos trataba de doctores, nos decía que de cada diez chilenos sólo uno sabía más que nosotros. Cuando estábamos en clases y alguien llamaba a la puerta, sabiendo que era el Rector, a quién se le tenía un respeto reverencial, decía: “vea quién molesta”.

Si por alguna razón, y eso ocurrió en muy contadas ocasiones, tenía que echar a algún alumno de la clase, les decía: “haga el favor de cerrar la puerta por fuera”.

Tenía trece años, un día en que, en compañía de nuestro profesor jefe, debíamos ingresar a una sala que no utilizábamos habitualmente, y no llevábamos la llave correspondiente, el señor Hernández me pidió que fuera a buscarla, en su bicicleta, hasta la portería. Yo no sabía andar en bicicleta. Y tuve que confesarlo delante de todo el curso. ¡Qué retroceso! Tomó la bicicleta el “guatón Matus” y partió con una agilidad envidiable. Me miró con una sorna indisimulada, una sonrisa burlona que me parece que la estuviera viendo. De ahí en adelante dejó de ser mi rival para transformarse en mi enemigo. El fin de semana siguiente le pedí prestada una bicicleta al joven profesor que trabajaba en una escuela rural cercana y que venía a visitar continuamente a mis padres, se trataba de Melillán Painemal, Profesor mapuche, que luego se distinguió por su lucha tenaz por la reivindicación de su pueblo.

Me fui al patio de la escuela, cuando se habían terminado todas las actividades y en el enorme patio solitario, luché, con todas mis fuerzas – durante la tarde entera – por lograr equilibrarme, aunque fuera unos minutos, en este artefacto que, con tanta facilidad dominaba el guatón Matus. El domingo siguiente, ahora con la ayuda de un amigo, seguí aporreándome hasta que logré dar varias vueltas en la cancha. Mi alegría era infinita. Esa noche me dormí adolorido y cansado y la figura del “guatón” se me presentó, porfiadamente, durante toda la noche.

RAÚL BUHOLZER

En segundo año de humanidades, se produjo un encuentro inesperado. Mi amigo Raúl Buholzer llegó a mi curso. Uno o dos años antes, ya era alumno del Liceo, pero, como era externo, estaba en un curso paralelo. Nos hicimos amigos inseparables. Fue una amistad a toda prueba, en las buenas y en las malas: en las buenas y malas andanzas. Su nombre aparecerá, sin duda, en múltiples ocasiones en estas memorias.

Nació en Los Laureles, en Mayo de 1929, nieto de un inmigrante suizo e hijo de una costurera, viuda muy joven y que debió luchar denodadamente por sacar adelante a sus tres hijos varones.

Raúl era un muchacho atípico, algo distraído, perseverante y pertinaz, no obstante su carácter apacible, prudente hasta la exageración, condición que se exacerbó con los años, a cada paso evaluaba los riesgos, a tal punto que en el ambiente familiar le llamábamos “Prudentito”.

Recurrió a todas las instancias para poder estudiar. Y no era un adulto el que le hacía las gestiones para obtener los recursos. Tenía doce años y se entrevistaba con el Presidente de la “Liga de Estudiantes Pobres” –organización paternalista que existía en esos tiempos – y lograba que le financiaran parte de los estudios. Al llegar al Liceo le explicó personalmente al Rector, su situación económica, y logró una beca para el internado. Nunca tuvo problemas para enfrentar situaciones difíciles. Era, además, testarudo y obstinado, cuando se proponía algo, o se convencía de una situación, no había fuerza humana ni divina que lo hiciera cambiar de opinión.

Nuestro profesor jefe, don Juan Hernández, nos enseñó a jugar ajedrez y fue tal nuestro entusiasmo que formamos el Club de Ajedrez, “Caballo Rey” del Liceo. En ese tiempo, recién acabada la Guerra Mundial y se iniciaba la Guerra Fría, las posiciones ideológicas se polarizaron a tal punto, que un funcionario del establecimiento acusó al profesor Hernández de tener un curso completamente “sovietizado” y que había llegado al extremo de formar un club de ajedrez, deporte favorito de la Unión Soviética. La Dirección se vio forzada a cerrar con llave la sala de ajedrez. Nuestro profesor, ante la insensatez de la medida, nos indujo a romper un vidrio que daba al patio y pasar por allí cada vez que quisiéramos jugar. Se transformó en un paso normal, ningún inspector, ni directivo del colegio, se atrevió a impedirlo. Hasta que un día llegó de visita una delegación extranjera y nuestro profesor los invitó a conocer el club. Se fue con ellos en dirección a la ventana de acceso y cuando estaba a punto de invitarlos a pasar, por el vidrio roto de la ventana, llegó un empleado de servicio con un manojo de llaves diciendo que el rector los esperaba a la vuelta, por el pasillo. Hasta ahí llegó la clausura del local.

Raúl, como era de esperar, se transformó en un fanático de este juego. En una oportunidad teníamos una prueba semestral muy importante, estaba por comenzar y mi amigo no llegaba. Pensé que no podría estar en otra parte que en la sala de ajedrez. Pedí permiso al profesor para ir a buscarlo. Allí estaba, analizando una partida del libro “Mis Mejores Partidas” de Raúl Capablanca. Eran las dos de la tarde y estaba allí desde las diez de la mañana.

UN VIAJE A SANTIAGO

Nuestro primer rector, don Hermógenes Astudillo, fue nombrado Rector del Liceo Barros Borgoño, ubicado en la Gran Avenida de Santiago, al poco tiempo mandó una invitación para que nuestro Liceo los visitara y compitiéramos en Básquetbol y ajedrez con ellos. Hubo cierta puja por la nominación de los miembros de la delegación. Entre ellos fuimos nombrados Raúl y yo, él como hombre fuerte del equipo de ajedrez y yo como suplente de ese equipo y reserva del básquetbol.

Casi ninguno de nosotros conocía Santiago. Partimos a las diez de la noche, en el tren nocturno. Como era de esperar, nos dormimos tarde. A las ocho de la mañana llegamos a la Estación Central, donde nos esperaban nuestro anfitrión, don Hermógenes Astudillo, algunos profesores y cerca de veinte alumnos que nos recibirían en sus casas. Raúl y yo fuimos hospedados en casa de una familia judía de apellido Steke. El hijo, que nos recibía, muy ideologizado, comenzó prontamente a requerir nuestra opinión frente a los acontecimientos mundiales. Nos preguntó que pensábamos frente al “holocausto” y del movimiento sionista internacional. Era primera vez que oíamos hablar del sionismo, de manera que hicimos lo posible por cambiar de conversación, derivándola hacia el ajedrez, que nos parecía un ejercicio igualmente intelectual, que podría disimular un poco nuestra absoluta ignorancia en materia de contingencia política.

La casa a la que llegamos, ubicada en el paradero cinco de la Gran Avenida, era como aquellas que nunca soñamos pisar. Tres pisos, recibos, salas de juego, dormitorios espaciosos, muebles finos, alfombras mullidas y cuadros hermosos. La madre, extraordinariamente cariñosa y el padre, de mirada franca, y que en ese momento iba saliendo a la fábrica, nos prometió que al otro día nos llevaría a recorrer la ciudad.

Después de instalarnos en el dormitorio, cada uno en el suyo, nos invitaron a tomar desayuno. En vez de tazas, había vasos de vidrio, nos dimos cuenta, con cierta desconfianza, que en esos posillos nos servirían la leche o el café caliente. Siempre supimos que los vasos de vidrio se rompían inmediatamente al verter en ellos líquidos hirviendo. Estábamos a años luz de la tecnología moderna y nos preparamos para ir de sorpresa en sorpresa. Al día siguiente, después de los partidos de ajedrez, en las que se lució mi amigo, salimos a conocer Santiago, como nos prometió el señor Steke. Ingresamos a la alameda Bernardo O`Higgins por la calle Teatinos, pasando por debajo del edificio del Ministerio de Defensa. Reaccioné a tiempo y me contuve para no abrir la boca.

Al tercer día, después de cumplir los compromisos deportivos se realizó, en el Liceo Barros Borgoño, un acto de despedida. Cuando se estaba realizando el acto, el profesor encargado de nuestra delegación, se acercó a mí y me encargó agradecer la invitación. El dolor de “guata” fue instantáneo. El corazón se me transformó en un tambor. Pensaba que si todos fueran tan versados como mi anfitrión y con la misma facilidad de palabra, mi intervención sería un desastre. Olvidé todo lo que pasó después que me instalé ante el micrófono. Sólo recuerdo la dificultad que tuve cuando se me ocurrió usar la palabra s o l i d a r i d a d. Durante el viaje de vuelta nadie hizo mención de mi discurso. Concluí, entonces, que, a duras penas, cumplí con mi misión.

Al regresar de nuestro viaje, debimos ponernos al día en las materias que se pasaron durante los cinco días que duró nuestra gira, de manera que a la mañana siguiente nos levantamos a estudiar a las cinco de la madrugada. En la oscuridad de la noche, al ponerme los zapatos me confundí y me puse uno negro y uno café y anduve así toda la mañana. Como ese día era lunes, correspondía el acto matinal. Todo el Liceo, cerca de mil alumnos, se reunía en el patio cubierto y, aparte de unos números artísticos, de entonar el Himno al Liceo y el himno Nacional y la intervención del Rector, se informaba de los últimos acontecimientos ocurridos en el establecimiento. Nuestro profesor de historia, que estaba de turno, al informar del resultado de nuestra gira, dijo que algunos alumnos que participaron se encargaron de averiguar las nuevas modas en el vestir que se estaban imponiendo en Santiago. “Por ejemplo”, dijo, “Hernán Muñoz” - me había hecho subir previamente al estrado - se encargó de investigar lo que se usará en el calzado y me señaló mostrando mis zapatos. Sólo en ese momento me di cuenta de mi distracción.

Siguiendo con mi amigo Raúl.

Un día me mostró un plano para fabricar una “radio a galena” - sulfuro natural de plomo -. Conseguimos unos audífonos de teléfono, un poco de piedra galena, alambre de cobre, muy delgado y un condensador variable y nos pusimos a fabricar nuestro receptor. El año 1945 recién se estaba masificando el uso de receptores de radio, en pocas ciudades había radio emisoras y ni siquiera se soñaba con las radios a pilas. De modo que nuestros experimentos causaron sensación en el internado. La noche que logramos escuchar por primera vez la radio Cautín de Temuco sentimos la misma emoción que debió sentir Edinson cuando escuchó su gramófono. Se produjo una verdadera fiebre por experimentar con las radios galenas. Se formó un verdadero tráfico de audífonos, pues aun no se vendían en el mercado. Los más cotizados eran los que utilizaban las telefonistas de la compañía de teléfonos.

Ese año, mi hermano René, ingresó también al internado, estábamos en distintos pabellones, en distintas salas, comíamos en distintas mesas, dormíamos en distintos dormitorios y las actividades de su curso y el mío eran completamente diferentes. Esto hizo que compartiéramos muy poco, cosa que vine a entender cuando ya era demasiado tarde. Durante mucho tiempo lamenté no haber hecho nada para que eso no ocurriera.

El ajedrez siguió ejerciendo una gran fascinación en Raúl. Pronto se convirtió en campeón del Liceo y ganó cuanto torneo se realizaba en la zona. Muchos siguieron practicando el juego ciencia mucho después de egresar, como Mario Larraechea, maestro nacional, que reside en Villarrica.

Pasaron los años y nuestra amistad permaneció inalterable. En los últimos años de humanidades, con la tenacidad que le era característica, se dedicó a estudiar matemáticas, con el incentivo, íntimo y monumental, de elaborar una teoría que diera respuesta a las grandes interrogantes de la física. Esta tarea lo tuvo obsesionado por muchos años. Posteriormente escribió un libro con el resultado de sus investigaciones: la “Teoría de la Permanencia”. Como la vida tiene caminos singulares, de pronto nos separamos, sin perder jamás el contacto, pero no pude seguir la historia de estas investigaciones.

Pero aquí no termina nuestra historia en común, diría que recién comienza.

Nuestro curso, influido por ejemplo de nuestro profesor jefe, se transformó en un grupo cohesionado, solidario, conciente de sus derechos y dispuesto a enfrentar cualquier batalla por la justicia.

Siendo presidente de mi curso, llegó a ocupar el cargo de vicerrector un señor que fue inmediatamente bautizado como “El Charro Negro”, nombre sacado de una película mexicana, cuyo personaje central tenía cierto parecido con él. Este personaje, tenía algo de siniestro, las relaciones con los alumnos eran distantes y pronto comenzaron a surgir ciertos rumores de acoso a algunos alumnos que debían acudir a su oficina. Un día le tocó el turno a uno de nuestros compañeros que debió acudir por un problema de conducta. Al regresar pidió una reunión con todos y nos relató, con lujo de detalles, las actitudes, increíblemente deshonestas, que tuvo con él. Acordamos pedirle que viniera a una reunión con nosotros, al principio se negó, aduciendo que él se reunía con los alumnos que estimara conveniente, y en su oficina. Insistimos, entregándole alguna información respecto de los motivos que teníamos para exigírselo. Accedió, no tenía alternativa, fue una reunión dramática. Al entrar a la sala, se encontró con nosotros sentados, en el más absoluto silencio. Ni siquiera preguntó por nuestros requerimientos. Se mantuvo de pié. Le ofrecimos la palabra al compañero que lo denunció, repitió exactamente lo que nos había relatado, mientras él se ponía cada vez más pálido y comenzaba a temblarle la barbilla. Enseguida le dijimos que nosotros esperábamos que se fuera. Fue un momento indescriptible. Estábamos tremendamente tensos y emocionados. Creo que nadie había vivido una experiencia así. Lejos de sentirnos orgullosos y engreídos, estábamos sorprendidos al descubrir la fragilidad de la naturaleza humana. Fue una lección inesperada y dolorosa. “Más tarde les respondo”, murmuró y se retiró con paso vacilante.

El día siguiente no apareció por ninguna parte. Desapareció del Liceo, nunca supimos lo que pasó. Ese día dejamos de ser niños.

El anterior presidente del curso, el Toro Medina, de gran ascendiente entre los alumnos de todos los cursos, se sintió desplazado por mi nombramiento, tomó una actitud ligeramente hostil, no sólo conmigo, sino que con el grupo que había tomado la directiva. Aludiendo a la amistad que teníamos con Raúl, se refería a nosotros como madame “Miñó” y “Mesié Buholzer”, imitando la pronunciación de la profesora de francés. Pero ya, a esas alturas, las puyas no nos hacían ni mella.

Tratando de reunir fondos para una gira de estudios que no se realizó, organizamos un baile en el Club Español, uno de los clubes más elegantes que existían en Temuco, previamente habíamos elegido una reina que pertenecía al círculo de Medina. Llegó el momento de hacer el “remate” del primer baile de la Reina. Medina se me acercó y me dijo había una persona, enamorado de ella, que había manifestado que él remataría el baile “a como diera lugar”. Por lo tanto, había que competir con él, haciendo el máximo de posturas para lograr una buena utilidad con este remate. Un poco reticentes, pero no queriendo tampoco perder la oportunidad, decidimos aceptar el desafío, aun cuando no teníamos “ni una chaucha” para responder, si nos quedábamos con el remate. Felizmente, uno de los nuestros, escuchó las maquinaciones que Medina estaba haciendo con un grupo de amigos; nos avisó, y logramos poner fin a las ofertas, cuando estábamos a punto de hacer el ridículo más espectacular. Se frustró así la diabólica venganza que el “Toro” nos tenía preparada.

Terminada la enseñanza media, debíamos dar la prueba que nos permitiera ir a la Universidad. El Bachillerato. Fueron tres días de incertidumbre y nerviosismo. Nuestro Liceo era sede para un gran número de establecimientos de la Región, lo que permitió que un gran número de hombres y mujeres se reunieran por primera vez. Para muchos el deseo era doble, sacarse un buen puntaje y conquistar una niña. Muy pocos lo lograron. Yo tampoco.

A SANTIAGO LOS BOLETOS

El mes de Marzo de 1949, viajamos por segunda vez a Santiago a estudiar pedagogía en matemáticas en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile que funcionaba en un antiguo edificio ubicado en Cuming con la Alameda, en donde hoy funciona una de las ferreterías más grande de Santiago.

Raúl fue recibido por un tío paterno, que vivía en calle Cochrane, a dos cuadras de la Alameda. Yo me instalé en una residencial. Mejor dicho, en mi primera residencial, porque mi peregrinar por las pensiones y residenciales del centro de Santiago no tiene límites. Recuerdo algunas direcciones: Agustinas 1875, Catedral 1460, Catedral 23….., Victorino Lastarrias 37, Brasil 327, etc., etc. Cada cambio tuvo una razón y una historia. Algunas veces se debió a que la comida era tan escasa que el plato fuerte era una taza de agua con limón, al cual le echábamos azúcar hasta el punto de saturación, la tomábamos con dos marraquetas, que habíamos comprado previamente, a las que les adicionábamos todo el aceite de la alcuza. En otra, un estudiante de Concepción de apellido Matus, del que me hice muy amigo, estaba debiendo dos meses de pensión y no tenía ninguna posibilidad de pagar. No había otra solución que hacer un gran “perro muerto”. Con varios días de anticipación empezamos a acarrear nuestras pertenencias, nos poníamos dos pantalones, tres camisas, hacíamos un bulto con un colchón, al día siguiente, con las frazadas, hasta que terminábamos con el acarreo de los bártulos, que no eran muchos y llegábamos, en gloria y majestad, a nuestra nueva residencia. En mi periplo por las residenciales del centro de Santiago, llegué hasta la calle Agustinas 1875, en donde me encontré con Alfonso Calderón E., estudiante de Castellano, también de Temuco, con el que compartí, un corto tiempo, una pieza, se estaba iniciando en el mundo literario, hasta llegar a obtener el Premio Nacional de Literatura. Allí llegaban a visitarlos otras jóvenes promesas como Miguel Arteche y Edesio Alvarado.

En esta residencial, en que estuve varios meses, logré relaciones muy amistosas con el personal de servicio- sobre todo de los encargados de atender las mesas en los comedores-. Un día me sugirieron que almorzara en el dormitorio pues eso les permitía servirme platos más contundentes a la hora de comida. Me alimenté como nunca en mi vida. Pero desgraciadamente, al poco tiempo ocurrió un hecho desafortunado. El jefe de los garzones me confidenció un día que él era homosexual, hecho que lo tenía muy angustiado y deprimido. Me llamó la atención que su aspecto, sus modales y su personalidad no acusaban en absoluto esta condición. Con toda la ingenuidad de mis veinte años, me hice el propósito de rehabilitarlo. Estaba seguro que con comprensión podría lograrlo. Empecé a conversar con él. Me empezó a contar su vida, a contarme episodios tan escabrosos que me dejaban asombrado. Pero a poco andar, me di cuenta que no estaba “ni ahí” con su rehabilitación (la vida me enseñó que la homosexualidad es una condición, no una enfermedad) él tenía, también, un objetivo claro: la seducción. Una noche, la última en que nos reunimos, fue muy claro y explícito, la reunión terminó en forma brusca y casi violenta.

Me di cuenta que tanta atención, tan buen trato, la excelente alimentación no tenían otro objetivo que mantenerme “contento y gordito”.

Al otro día estaba en una nueva residencial de calle República.

Me parece que este circuito, por pensiones y residenciales, terminó con la estadía, junto a mi amigo Sergio Bunster, compañero en la Escuela Normal, en un departamento frente a la plaza Bustamante, hacia el poniente unas antiguas construcciones que, al poco tiempo, fueron demolidas. En ese lugar, solíamos reunirnos, con dos compañeros más, muy cercanos y muy queridos: Enrique Carvallo Calderón, Omar Buzada Coccio y Sergio Hola Navarro. Aquí nos reunimos, en más de una ocasión, con el profesor de biología de la Normal, señor Astorga, con quién sosteníamos largas y amenas charlas, sobre la contingencia política o para escuchar los relatos y experiencias de su vida.

A Omar lo vi muchas veces después, como Director de una Escuela en Talagante, pero de Enrique, a pesar de nuestra afinidad de ideas y de ser su compadre, pues fui padrino de su hija, solo supe de él que, hasta el día del golpe, fue profesor en la Universidad Técnica del Estado.

Con Sergio Hola tuve estrecho contacto durante varios años después de egresar de la Escuela Normal. Él, como yo, había ingresado al partido comunista y estuvo trabajando, me parece que en Quilpué, en la Central Única de Trabajadores. De pronto, después del año setenta, cuando la lucha política se agudizó, lo perdí de vista. No supe más de su vida. Sin embargo, tres o cuatro años después del golpe, recibí un inesperado llamado de él, en el que me manifestaba sus deseos de retomar contacto conmigo. Nos juntamos en Santiago, en un departamento que tenía en el centro, charlamos toda la tarde y me quedé a alojar en su casa. Me llamó la atención lo poco precisas las informaciones sobre su vida. Sólo pude concluir que siguió estudiando pedagogía, creo que en inglés, y después trabajó en una compañía minera, posiblemente Sewel. A mí me hizo muchas preguntas. No tuve empacho en contarle mi actividad política antes del golpe y de la represión de que fui objeto después. Lo que más me llamó la atención fue el hecho que en un momento me digiera que no estaba seguro en donde habíamos sido compañeros, en la Escuela Normal o en el Pedagógico, confusión que era inexplicable dado la intensidad de las experiencias que vivimos y el grado de intimidad de nuestra amistad que incluyó visitas mías a su casa de Valparaíso y de él a mi casa en Quitratúe. Nunca más me llamó, y no lo he vuelto a ver. Este incidente constituye para mi un misterio que no quisiera clarificar.

LA FÁBRICA DE ESCOBAS

A los seis meses de estar en Santiago, mientras estudiábamos pedagogía, resolvimos buscar una manera de emprender una actividad que nos permitiera financiar nuestros estudios. Compramos varias veces el “Mercurio”. Por fin encontramos un aviso que nos pareció atractivo: “Por no poder atender, vendo mi fábrica de escobas. Artículo de fácil venta. Materia prima de fácil adquisición. Mano de obra barata. Teléfono 43812”.

Concertamos la entrevista, nos pusimos de acuerdo en el precio. $ 15.000 de aquella época. Le escribí a mi papá. Nos hizo un préstamo, no se si por el total, tampoco se si se los devolvimos. Fuimos a conocer la “fábrica, que consistía en: Tres especies de prensas que servían para fijar, con unas cinco vueltas de alambre tenso, la curagüilla al palo. Se accionaba con un pedal. Las otras “máquinas” consistían en tres prensas cosedoras, cuyo trabajo consistía en prensar la curagüilla, ya amarrada al palo de escoba, y coserla con tres a cinco corridas de pitilla de colores. Se colocaba, por último una etiqueta con la marca del fabricante, que en nuestro caso era “Escobas Atlas”. La curagüilla una gramínea de ramas duras que era traída de Los Andes por un judío que tenía el monopolio, dueño de la Fábrica de Escobas Rumba, al que nosotros pretendíamos hacer quebrar, pretensión que dejamos de lado, una vez que conocimos los grandes galpones en que guardaba la mercadería y la cantidad de camiones que tenía para su distribución.

En torno al negocio de las escobas se movía un mundo insospechado. Mercaderes de la materia prima. Fabricantes de tornos y prensas que, vendidas en conjunto, constituían una fábrica, “que vendo por no poder atender”. Y cuyos compradores eran, generalmente, recién jubilados que deseaban enriquecerse sencilla y rápidamente. Los “ escoberos” constituido por el “lúmpen” más desclasado que me tocó conocer, en su gran mayoría, asociados con los vendedores de “fábricas” y que llegaban, rápidamente, donde el nuevo comprador, a ofrecer sus servicios. Vendedores, a comisión, especialista a vender mercaderías en almacenes inexistentes.

Intentamos trabajar nosotros mismos. Nos instalamos en el barrio Recoleta, en la calle Maria Graham, que partía de la calle El Salto hacia el cerro San Cristóbal. Al poco tiempo nos dimos cuenta que no era cosa fácil, era necesaria mucha práctica y rapidez, para que fuera rentable. Por otra parte las clases no nos permitían mucho tiempo libre.

Optamos por contratar personal. Comenzamos primero con cuatro trabajadores, recomendados por el propio vendedor de la fábrica, que ya estaba vendiendo otra “por no poder atender” y que resultaron ser, además de “escoberos”, avezados delincuentes. Nosotros oficiamos de vendedores, el fin de semana, salimos a repartir. Salíamos a pié, cada trabajador llevaba cuatro docenas de escobas, cargadas sobre sus hombros. Nos íbamos por Recoleta hacia arriba, de almacén en almacén. Después de la última venta pagábamos a los trabajadores y partíamos felices para la casa. Todo resultó bien, hasta que, a la tercera semana, aprovechando que nosotros nos quedamos conversando unos momentos con un posible cliente, se adelantaron, poco a poco, hasta que se nos hizo imposible alcanzarlos; se perdieron entre la muchedumbre y, con ellos, ciento sesenta escobas y cuatro trabajadores que no aparecieron nunca más.

Cuatro más vinieron a reemplazar a los “fugados”. En esa oportunidad nos vino a acompañar la señora Clotilde, la madre de Raúl, quién se encargaba que comiéramos normalmente y de mantener cierta disciplina entre los operarios, mientras nosotros íbamos a la Universidad. Todo marchaba aparentemente bien, hasta que descubrimos que nuestros colaboradores cortaban los mangos de las escobas, las lanzaban por encima de un alto portón y un cómplice se encargaba de recogerlas y llevarlas a otro taller para repararlas.

A fin de año pusimos un aviso… “Por no poder atender, vendo…” Pronto llegó un jubilado, dispuesto a comenzar con una empresa que le diera otro sentido a su vida…

UN VIAJE POR ARGENTINA

El 13 de Diciembre de 1940, viajábamos, con mi amigo Raúl, en el ferrocarril trasandino que partía de Los Andes, a Buenos Aires. Lo recuerdo porque ese día cumplía la mayoría de edad, hecho importante porque ya no era necesaria una autorización notarial de mi padre para viajar al extranjero. Este viaje lo hicimos con el dinero obtenido con la venta de la “fábrica”. Nuestro proyecto era estar allí hasta el mes de marzo. Raúl seguiría en el pedagógico y yo terminaría el curso de normalista que había iniciado el año anterior y que terminaría, excepcionalmente, el primer trimestre de 1941.

Después de estar algunas semanas en Buenos Aires, en plena época peronista, en que la Estación de Ferrocarriles se llamaba General Perón. En que, a lo largo de la carretera - que se llamaba Carretera Presidente Perón - que iba de Buenos Aires a ciudad Eva Perón, había cientos de letreros que decían “Perón Cumple y Evita Dignifica”, y que los opositores replicaban en voz baja con “Perón Cumple y Evita la mugre”. Todo esto era muy útil para el turista que no hablaba el español, porque muy pocas palabras significaban muchas cosas.

Antes de quince días nos fuimos a la ciudad de La Plata. Pasamos, por cinco días, al balneario Punta Lara. Arrendamos una cabaña en la Hostería de don Angelo Rusmando, en dónde, por orden del dueño nos atendieron a “cuerpo de Rey”. Estábamos absolutamente intrigados por este tratamiento tan deferente. Al segundo día pedimos la cuenta que debiera salirnos, según nuestros cálculos, unos quince pesos argentinos a cada uno y nos cobraron sólo ocho. Ante esa “ganga”, resolvimos quedarnos todo el fin de semana. En ese período el gobierno tomó una serie de medidas populistas. Entre ellas, la obligación de hoteles, residenciales y hosterías de colocar, en lugares visibles, el “menú”, detallado, con sus precios correspondientes, partiendo por el pan... Nadie, por acuerdo tácito, por buen gusto o señal “de buena crianza”, pagaba de acuerdo a ese tarifario. Todos pedían simplemente la cuenta y pagaban, sin chistar, los precios convencionales que se pedían en todas partes, por un buen servicio y una buena comida.

Si, excepcionalmente, alguna persona exigía ser atendido de acuerdo al tarifario tenía que esperar hasta el final, aceptar las “puyas” del garzón y servirse una muestra de lo que era el plato original. La explicación nos la dio el propio don Ángelo, dueño de la hostería, nos preguntó si éramos de la provincia de Corrientes, al contestarle que no, suspiró aliviado y dijo: “Hace una semana comenzó una fiscalización provincial con relación a las tarifas de los alimentos, el no cumplimiento significa multas y clausura. Los agentes que andan haciendo la fiscalización, son jóvenes correntinos, recién contratados y hablan igual que ustedes. Por eso me esmeré tanto en atenderlos”. Para festejar nos ofreció una copa de coñac y quedamos de volver a la vuelta.

Llegamos a La Plata (Eva Perón) al atardecer. Fuimos hasta allí porque nos informaron que había un programa de convalidación de estudios de pedagogía entre la Universidad de Chile y la Universidad de la Plata.

En la Plata elegimos una hostería al azar. No supe si tuvimos suerte o en todas partes atendían bien. Tal vez, tanto experimentar con pensiones de mala muerte, el año anterior, nos predispuso a conformarnos con todo. Todos los días nos daban un trozo de “bife” a la hora de almuerzo, (sólo eso ponía una distancia sideral, entre éstas y nuestras pensiones) sino que todo el tiempo nos ofrecían repetición.

En Raúl, a estas alturas, se fue acentuando una onda mística de que fue “poseído” hacía ya algunos meses. El contacto permanente, la amistad profunda, las lecturas compartidas, mi admiración por él y mis propias inquietudes existenciales me hicieron “aceptar el evangelio”, al que adscribí, con verdadera fe y entusiasmo, posiblemente no a “tiempo completo” como Raúl, pero si con gran convencimiento y fervor.

El mes de Marzo del año siguiente yo volví a Chile a terminar mi curso en la Escuela Normal José Abelardo Núñez con el compromiso de volver, y seguir con mi amigo, pedagogía en matemáticas, para lo cual él ya estaba inscrito en la Universidad de la Plata.

Allí nuestras vidas se separaron, me recibí y no volví. Empecé a trabajar de inmediato Raúl se quedó, estudió y volvió sólo dos años después, encandilado por una profesora chilena que fue de paseo a Argentina y lo trajo a su país, directamente al Registro Civil.

Pero eso es ya otra historia, que Raúl se encargará algún día de contarla.
.............................................................................................................................................

Hasta aquí parte de lo que escribió mi amigo Hernán Muñoz.

Nota:
foto 1: 1986 Hernán Muñoz Álvarez y Raúl Buholzer M., en Dortmund.